Skip to main content

El ensayo “Sobre los milagros” (1748) de David Hume lideró el ataque contra todo lo milagroso, pensamiento que Antony Flew pulió, aunque tiempo después se desdijo. A día de hoy, los nuevos ateos continúan insistiendo en este tema, alegando que lo sobrenatural es incompatible con las leyes de un mundo natural. A este debate se suman muchos filósofos y científicos cristianos que, sin embargo, no están tan dispuestos a definir un milagro como algo que transgrede las leyes de la naturaleza. El físico y sacerdote anglicano John Polkinghorne, por ejemplo, sugiere que los milagros no son violaciones de las leyes de la naturaleza sino más bien “la exploración de un nuevo régimen de la experiencia física”.(1)

La posibilidad o imposibilidad de lo milagroso ha llenado las páginas de muchos libros y las salas de muchos debates y conferencias. Sin embargo, no llena ese momento en que una persona se descubre a sí misma —racionalmente o de otra manera— pidiendo a gritos una intervención, ayuda y certeza, es decir, un milagro. “Para la mayoría de nosotros”, escribe C.S. Lewis, “la oración en Getsemaní es el único modelo. Mover montañas puede esperar”.(2) A eso simplemente añadiría que a menudo la oración es ambas cosas: la súplica angustiada de Getsemaní —“por favor, líbrame de esto”— pronunciada al pie de una montaña imposible.

Ese momento llega cuando tenemos a alguien cercano en el hospital, cuando un matrimonio se está rompiendo, ante una grave injusticia o cuando nos enfrentamos a un miedo que nos paraliza. Sea como sea, parece que de una forma casi natural anhelamos la intervención de algo o alguien más allá de las leyes familiares de A + B que se sientan desafiantes frente a nosotros. A mi familia ese momento nos llegó con un cáncer, complicado por la insistencia bien intencionada en que creyéramos que Dios lo iba a quitar. Cuando fue la muerte la que nos quitó a nuestro ser querido, como les ha ocurrido a muchas otras familias, nuestra fe en los milagros —y en el Dios que hace milagros— también se tambaleó.

Robert Campin, Santa Trinidad (Trono de Dios), óleo sobre tabla, 1433-1435.

Me convertí en la protagonista de una escena dolorosa y desgarradora: cada vez que cerraba los ojos para orar, me venía a la mente un trono vacío. Era algo parecido a la visión de Isaías, pero sin manto ni nadie que llenara el lugar con su presencia.(3) No fue un “no” rotundo, sino una no-respuesta, un silencio impasible y agonizante que ya era, en cierto sentido, una respuesta. No fue hasta años después de aquella escena de oraciones frustradas que, maravillada nuevamente como Isaías, caí en la cuenta de que el trono estaba vacío porque el que lo ocupa había bajado para sentarse a nuestro lado mientras llorábamos.

Ese milagro no se parecía en nada al que estábamos esperando y, sin embargo, años después de que la muerte nos mostrara su aguijón, el don encarnado de un Dios que se acerca —viviendo y sufriendo con nosotros, incluso hasta el punto de probar la muerte— es indiscutiblemente el mayor de los milagros. No sé exactamente por qué en medio del dolor nos sentimos solos y abandonados. Quizá nuestros ojos estaban demasiado centrados en la escena milagrosa que nosotros queríamos, de tal forma que no podíamos ver ningún otro milagro. “Al parecer, a veces Dios nos habla más íntimamente cuando nos pilla, por así decirlo, desprevenidos”, escribe C. S. Lewis. “Nuestros preparativos para recibir [a Dios] a veces tienen el efecto contrario. ¿No dice Charles Williams en alguna parte que ‘a menudo debemos construir el altar en el lugar que sea, para que el fuego del cielo pueda descender sobre otro lugar’?”.(4)

Y ese otro lugar, ese nuevo régimen, el lugar donde Dios nos pilla desprevenidos, más a menudo de lo que pensamos suele estar justo delante de nosotros: cerca, pero no lo percibimos, milagroso, pero no lo reconocemos. En palabras de Marilynne Robinson, ganadora del Premio Pulitzer, “Me he pasado la vida observando, no para ver más allá del mundo, sino simplemente para ver —gran misterio— lo que está delante de mis ojos. Creo que el concepto de trascendencia se basa en una interpretación errónea de la creación. Con todo mi respeto hacia el cielo, la escena del milagro está aquí, entre nosotros”.(5)

¿Y si en lugar de buscar señales milagrosas del más allá, empezáramos a buscar una escena milagrosa más cercana? ¿Y si empezáramos a reconocer las invitaciones a explorar ese nuevo régimen de existencia física que trajo la Encarnación? ¿Y si empezáramos a catar las primicias de un banquete al que estamos invitados, incluso hoy? Podríamos decir que el milagro y el misterio están delante de nuestros ojos. Porque el cristianismo es la historia del gran Milagro, la historia del Hijo de Dios hecho hombre acercándose a nosotros no donde esperábamos, sino donde más le necesitábamos. Como el reino mismo y el Cristo que vino para anunciarlo, la escena del milagro puede estar más cerca de lo que pensamos.

 

(1) John Polkinghorne, Faith, Science and Understanding (New Haven: Yale University Press, 2000), 59.
(2) C.S. Lewis, Letters to Malcolm Chiefly on Prayer (San Diego: Harcourt, 1992), 60.
(3) Ver Isaías 6.
(4) Lewis, 117.
(5) Marilynne Robinson, The Death of Adam (New York: Houghton Mifflin, 1998), 243.

Traducción: Dorcas González Bataller

¿Te ha gustado? Compártelo con tus contactos: