Con la crisis del coronavirus, una de las cosas que estamos descubriendo estos días es que quizá no teníamos tanto control como pensábamos. Como señaló el artista Lecrae en sus redes sociales, “No hemos perdido el control de nuestras vidas; se ha roto la ilusión de que alguna vez hayamos estado en control de nuestras vidas“. No es algo totalmente negativo: un baño de realidad puede ayudarnos a reordenar prioridades, a replantear expectativas (quizá no somos tan poderosos e independientes como pensábamos) y, más agudamente, a repensar cuáles son nuestros anhelos más profundos.
En pleno 2020, parecía que no teníamos límites. Hemos avanzado a niveles que nuestros abuelos ni se imaginaban. Y si algunos están en lo cierto, vamos a seguir avanzando a pasos agigantados, siempre que el COVID-19 lo permita, claro (¡de lo cual no tengo ninguna duda!). Celebro muchos de esos avances como amante de la tecnología, siempre que nos sirvan, en vez de nosotros servirla a ella. No reniego de los avances tecnológicos, ni voy a empezar a hacerlo ahora.
Pero aun con todo el avance que hemos logrado, y sin pretender ser el primero en detectarlo, hay ciertas preguntas que no hemos logrado contestar. Gran parte de nuestra expresión artística ya nos lo estaba advirtiendo. Como suele ocurrir, el arte es capaz de identificar y dar forma a nuestros miedos, anhelos y preguntas, a veces incluso antes de que nos demos cuenta. Una de las preguntas transversales que aparece en nuestra música, pintura, escritura y otras formas actuales de expresión artística es “¿estamos tan bien como creemos?”. Muchas de esas expresiones artísticas ya nos avanzan la respuesta, que subrayo: “Parece que no”.
La pandemia que estamos atravesando resalta esta pregunta y otras tantas. Preguntas sobre nuestro entorno inmediato: ¿Puedo confiar en la gente que me rodea?, ¿Puedo confiar en el gobierno? Preguntas sobre el futuro: ¿Y si lo pierdo todo?, ¿Cómo será el mundo?, ¿Qué ocurre cuando morimos? Nuestra falta de comprensión de la muerte y nuestro miedo a la muerte, y cuánto se esfuerza nuestra cultura en esconder ambas cosas, darían para otro artículo, si no para un doctorado entero.
Pero no solo aparecen preguntas sobre los demás o sobre el futuro. Como destacan nuestros artistas y os comentaba antes, también aparecen preguntas sobre nosotros mismos: ¿Puedo confiar en mí mismo? La idea de estar encerrado entre cuatro paredes, a veces solos, es suficiente como para que más de uno se cuestione cuánto se conoce a sí mismo e incluso más allá, cuánto confía uno en sí mismo.
Para algunos, estas preguntas salen solas en estos días de confinamiento. Obviamente, hay una parte distinta de la población que en estos mismos momentos está más ocupada y cargada que nunca con responsabilidad, como el personal sanitario, las fuerzas de seguridad, y tantos otros, a quien mando mis ánimos y respeto.
Desconozco hasta qué punto tú personalmente estarás de acuerdo conmigo en que todas estas preguntas son relevantes y necesarias. Creo que no las estoy forzando, sino que están presentes en nuestra cultura en mayor o menor medida. Por ejemplo, en una entrevista reciente con Carne Cruda, el rapero español Kase-O hablaba de su propia búsqueda personal de la verdad y de la espiritualidad, afirmando que esta búsqueda “me ayuda a vivir. […] Me ayuda a dar las gracias… ¿a quién se las doy? ¿A mí mismo?” El artista continúa y afirma que mucha gente no le da espacio a la espiritualidad porque está enfadada con la Iglesia, y concluye: “Si no hubiera religiones, la gente creería en Dios”.
Creo con toda sinceridad que, si no nos hemos hecho estas preguntas todavía, sería buena idea planteárnoslas. De hecho, me pregunto si no haberlas hecho podría ser un síntoma de nuestros tiempos. ¿Y si resulta que todas estas preguntas importantes han sido ahogadas en medio de un estruendo de distracciones momentáneas? No estoy diciendo que todas las cosas que distraigan sean intrínsecamente negativas, pero ¿y si hemos abusado de algunas de ellas?
Una de las preguntas que me deja la crisis actual tiene que ver con la ansiedad que más de uno sufrimos ante la idea ya no solo de perder a seres queridos, sino de simplemente no ver a otras personas o no tener nada que hacer. En gran parte es una inquietud normal y adecuada: al fin y al cabo, somos seres relacionales, hechos por amor y para amar. Pero también creo que nos asalta esta inquietud porque vivimos en un mundo de ruido y distracción, a mil pensamientos por minuto, donde el entretenimiento está al alcance de nuestro pulgar.
¿Qué deberíamos concluir ante el hecho de que nuestra sociedad y quehaceres paren durante un tiempo, y la vida de muchos parece desmoronarse? ¿Qué deberíamos concluir cuando, para algunos, la vida parece vacía si no está llena de cosas que hacer o gente que ver?
Me gustaría animarte a aprovechar los días de cuarentena que quedan para plantearte algunas de estas grandes preguntas y descifrar cómo encaja tu vida en ellas. Por ejemplo, ¿cuál es la historia real del mundo en el que vivo? Creo firmemente que una de las razones principales por las que nuestras vidas parecen desmoronarse sin su rutina habitual es porque nos hemos olvidado de esta pregunta.
Hace unas semanas estuve en Tenerife y dije unas palabras en el contexto de una charla con las que me gustaría dejarte:
La realidad debe tener una historia. Con historia no me refiero a un cuento; me refiero a la narrativa de la realidad a lo largo del tiempo. Nuestra historia personal encaja y cobra sentido dentro de esta gran historia.
Entiendo que plantearse “la historia última de la realidad” parece un desafío demasiado grande, una inquietud acertada en cierto sentido porque solos, por nuestra cuenta, no podemos descubrir cuál es la historia de la realidad. Pero hay un evento histórico que parece atravesar nuestra realidad y que nos apunta directamente hacía el arquitecto y escritor de nuestro universo, una vida humana que nos explica la realidad en la que vivimos. Es a partir de ahí que podemos entender quiénes somos, incluso en medio del confinamiento.
La vida de Jesús de Nazaret invita con mayúsculas a examinar quién fue. Dice ser la clave, que, si cierta, alumbraría todo el enorme puzle de nuestra existencia. Es un buen punto de partida porque sus afirmaciones globales fueron tan contundentes, y su vida y su muerte tuvieron un carácter tan sobrenatural, que es difícil ignorarlas como si Jesús fuera un simple influencer más.
Tanto la vida como las palabras de Jesús han supuesto el plano perfecto para que millones de personas encuentren un sentido estable de identidad, propósito y esperanza. No solo eso, sino que apuntan hacia una relación con el mismísimo Dios, creador del universo — algo que, afirmo sin miedo, todos echamos de menos en el fondo. Jesús nos cuenta una historia de la realidad que, por un lado, es nueva y transforma nuestras vidas, pero que por otro lado resulta ser precisamente lo que esperábamos. Es como si lleváramos toda la vida creyendo una historia, en el fondo, pero nunca le habíamos puesto nombre. Mi experiencia personal es que Jesús me da el fundamento para que mi vida no tambalee ni se desmorone, incluso en medio de una crisis como esta.
Estas semanas suponen una oportunidad de oro para descubrir el gran puzle, la gran historia del universo. A partir de esa historia, podemos entender quiénes somos cada uno de nosotros. ¿Por qué no darle una oportunidad real, personal, a la persona que cambió la historia y que dice poder contarnos de verdad quiénes somos?
[1] Por ejemplo: Harari, Y.N. 2016. Homo Deus. Debate.