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Vivimos en la sociedad de la posverdad. Eso decía The Economist hace un tiempo, y no hace mucho, el Diccionario Oxford eligió “posverdad” como Palabra del Año. Si retrocedemos un poco más en el tiempo, con un 11% de votantes estadounidenses que creyeran que eras “honesto y de confianza” tenías suficiente como para llevar 9 puntos de ventaja en la carrera para ser el próximo Presidente de los Estados Unidos. Pero, por supuesto, esos sondeos también eran posverdad.

Estamos muy confundidos respecto a la verdad: está la verdad, y luego está la verdad al desnudo. Está la verdad, y luego está la verdad del evangelio (aunque muchos consideren que el evangelio es falso). Está la verdad, y luego está la verdad absoluta (aunque para muchos esta ya no tiene nada que ver con Dios).

Estiramos la verdad, torcemos la verdad y desfiguramos la verdad. Enterramos la verdad porque la verdad duele. Cuando queremos que algo no sea verdad, tocamos madera. Cuando queremos que algo sea verdad, cruzamos los dedos. ¿En qué cruz de madera estamos poniendo nuestra confianza?

Francisco Goya, Murió la Verdad, aguafuerte sobre papel, 1810-1815.

¿Por qué tenemos una relación tan confusa con la verdad? Por el miedo. Tenemos miedo de la verdad. Debido a que con frecuencia se ha abusado de ella, la experiencia nos ha enseñado que la trayectoria de la verdad —creer que tú tienes la verdad y los demás no—  empieza en la verdad, luego pasa por la discrepancia, por la desvaloración y la intolerancia y acaba en el terrorismo.

Y si esa es la trayectoria, entonces los que están comprometidos con la verdad son, de hecho, terroristas en potencia. Si esa es la trayectoria, entonces la verdad es un acto de guerra, y un acto de guerra solo te deja dos opciones: luchar o huir.

La mayor parte de la sociedad occidental huye. Todo lo que nos rodea está estructurado para evitar cualquier tipo de discrepancia en cuanto a la verdad. Pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en Facebook y Twitter donde podemos darle al “Me gusta” o a “Retwittear”, pero no existe la opción “No me gusta”. Los deportes ya no nos enseñan a estar en desacuerdo. En los deportes profesionales repetimos la jugada para evitar discrepancias. En los deportes juveniles no hay puntuación y todo el mundo recibe un trofeo.

Para salir con alguien usamos páginas de Internet que nos “emparejan” con alguien tan similar a nosotros en cuanto a creencias, trasfondo y personalidad que así evitamos la disensión en la medida de lo posible. Ya no conocemos a personas diferentes a nosotros en las cafeterías porque vamos al Starbucks Auto. Ya no nos topamos con otra gente mientras compramos porque todo lo que podríamos necesitar o desear nos lo traen a la puerta de casa. Vivimos en una cultura donde todo a nuestro alrededor está preparado para evitar desacuerdos.

La alternativa a huir es luchar. Hace unos meses iba caminando por la Universidad de Oxford y dos tipos que iban justo delante de mí iban hablando de lo ridículas que eran algunas posiciones cristianas sobre cuestiones éticas. Uno de ellos se preguntó en voz alta si la única solución sería ridiculizar a los cristianos para que abandonaran su postura.

Su amigo enseguida añadió: “Sí, eso es lo que deberíamos hacer. Deberíamos ridiculizarles sin piedad con los medios más insensibles que se nos ocurran”. Eso es exactamente lo que dijo. Entonces los dos giraron a la derecha y pasaron las tarjetas que les acreditaban como docentes para entrar en la Facultad de Física Teórica.

Probablemente eran académicos en Oxford, lugar que se identifica con la libertad académica y el intercambio de ideas, y lo único que se les ocurrió a aquellos hombres para resolver la discrepancia fue una ridiculización “sin piedad y con los medios más insensibles”. Yo me quedé pensando cuántas creencias de la física teórica se consideraron y se considerarán ridículas en algún momento.

¿Cómo llega uno a ese punto? ¿Cómo llega alguien a pensar que la ridiculización sin piedad es la solución?

Creo que es porque llegamos a ver la Verdad como más importante que el Amor. Si la Verdad es más grande que el Amor, entonces luchamos —y el objetivo final de la Verdad justifica cualquier medio, ya sea la arrogancia académica la violencia de ISIS. Si la verdad es más grande que el amor, entonces el amor es una tentación —una distracción que amenaza con desviar nuestra atención de lo que es realmente importante. Si la verdad es más grande que el amor, entonces aquellos que no están de acuerdo con nosotros son el enemigo, y la cordialidad hacia el enemigo debe desaparecer en favor de los hechos fríos y desencarnados.

La alternativa es que el Amor es más grande que la Verdad. Entonces, huimos. Huimos de los peligros de la Verdad y adoptamos un pluralismo que nos asegura que “Todas las verdades son igualmente válidas”. ¿Incluye eso la verdad de que todas las afirmaciones no son igualmente válidas? Recientemente, un estudiante le dijo a mi colega Abdu Murray que a él no le correspondía, y por eso no podía, estar en desacuerdo con nadie.

Abdu: “Sí hombre, que sí puedes”.
Estudiante: “No, no puedo”.
Abdu: “Pues acabas de hacerlo”.

Vemos, pues, lo rápido que el pluralismo nos lleva a la incoherencia. Pero si la verdad nos lleva por un camino que acaba en el extremismo, la violencia y el terrorismo, entonces podría parecer que la incoherencia filosófica es un precio que vale la pena pagar.

O la Verdad es más grande que el Amor o el Amor es más grande que la Verdad. Lucha o huye. Este es el ultimátum que nuestra sociedad nos lanza. ¿Por cuál te decantas ?

Pero quizá hay otro camino. Jesús discrepó de nosotros. Su venida fue un acto de discrepancia con nosotros: una declaración de que necesitábamos ser salvados porque nuestras vidas estaban en total desacuerdo con la intención con la que Él nos había creado.

Jesús discrepó de nosotros declarando que somos pecadores y necesitamos un Salvador, pero demostró Su discrepancia sacrificándose por nosotros. Dios rompió el vínculo que hemos creado entre la discrepancia y la desvalorización haciéndonos llegar su Verdad y su Amor por la misma vía.

No. La Verdad no es más grande que el Amor, y el amor tampoco es más grande que la Verdad. “Dios es amor” (1 Juan 4:8) y “Dios es la verdad” (Juan 14:6). Y, por tanto, el Amor es la Verdad.

Solo en Jesús la verdad se igual al amor y, por tanto, Jesús es el único que nos puede rescatar del ultimátum que se cierne sobre nosotros: luchar o huir. Cualquier otra cosmovisión escoge entre el Amor o la Verdad. Jesús se niega porque en Él, y solo en Él, el Amor y la Verdad son lo mismo.

Así que la próxima vez que nos obliguen a elegir entre el Amor y la Verdad, neguémonos a escoger entre el uno y el otro. En cambio, recordemos que la Verdad —Jesús Mismo— sufrió que la estiraran, la torcieran y la desfiguraran. Recordemos que la Verdad soportó que la desnudaran. Recordemos que la Verdad fue torturada, y que la Verdad fue enterrada.

Recordemos en qué cruz de madera estamos poniendo nuestra confianza. Y recordemos que el Amor que no es Verdad no es Amor, y la Verdad que no es Amor no es Verdad.

 

Traducción: Dorcas González Bataller

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