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Podemos encontrarle un sentido a las situaciones difíciles o inestables si sabemos que tendrán un final adecuado. Pero, para el COVID-19, aún no vemos un final. ¿Qué podemos hacer?

Como la mayoría de críticos sabios, Frank Kermode explica sus grandes ambiciones de forma modesta: “A diferencia de lo que se espera de los poetas, de los críticos no se espera que nos ayuden a dar sentido a nuestras vidas; su única obligación es una hazaña menor: tratar de explicar las formas en que intentamos dar sentido a nuestras vidas”. Según Kermode, para hallar sentido buscamos un final adecuado que nos proporcione un conjunto estable de coordenadas para situar el comienzo, la mitad y el final del peregrinaje humano. De ahí su libro El sentido de un final.

Sin embargo, el sentido de un final es lo que precisamente nos falta durante los períodos de crisis prolongados. Es lo que estamos viviendo ahora que nos enfrentamos a la última pandemia mundial. A pesar de nuestra riqueza tecnológica y todo nuestro conocimiento científico, no tenemos todas las respuestas. Es más, aún no sabemos cómo o cuándo terminará todo esto. En el momento en que escribo este artículo, la crisis del COVID-19 aún no tiene fecha de caducidad y esa es una causa clara de nuestra profunda confusión. Fijémonos en los tics nerviosos de los pronósticos apocalípticos y en los memes sobre el fin del mundo. Hemos llegado a una coyuntura histórica en la que películas como Contagio, 28 días después y Zombies party funcionan como textos proféticos. Sencillamente, no sabemos qué hacer con algo que no tiene un final definido.

A la confusión se añaden nuestras experiencias tan distintas. Mientras que los sanitarios luchaban con pocos recursos contra una creciente marea de infecciones, muchos de nosotros estábamos en nuestras casas viendo series sin parar y tratando de no obsesionarnos con las noticias. Otros, de repente se han encontrado sin un trabajo estable. Luego está la gente que trabaja en servicios y ha estado en primera línea corriendo el riesgo de infectarse en cada ruta que hacían, cada artículo que escaneaban y cada paquete que entregaban. Sí, “juntos lo conseguiremos”, pero este terreno no es uniforme y la posición social juega un papel importante. Aunque es de agradecer que muchas celebridades han usado sus plataformas para decirnos que nos quedemos en casa, tenemos que reconocer que mucha gente simplemente no tiene ese lujo. Ya sea por la falta de vivienda, trabajo o suministros, una crisis de salud pública pone al descubierto la desigualdad de oportunidades.

Nuestras fuentes más esenciales de solidaridad son más humildes que nuestros glamurosos mensajes en las redes sociales; es decir, la relacionalidad (nos necesitamos unos a otros), el pecado y la mortalidad. No importa lo excepcionales que sean nuestros recursos: no somos autosuficientes. Cuando esta pandemia finalmente remita, no será porque “derrotamos”, “vencimos” o “ganamos” a un “enemigo invisible”. Ese pensamiento nos convierte en presa de la ilusión de control que continuamente nubla nuestro juicio. Más bien, una crisis dará paso a otra. El COVID-19 pasará. Pero no será la última pandemia. El trágico pozo de guerras, epidemias y hambrunas no se ha secado. Esa es la sobria conclusión a la que llega Albert Camus en La Peste, una novela cuyo héroe ve todas las vacunas como parches temporales en el mejor de los casos, y como fuentes de falso consuelo en el peor de los casos. Si solo contamos con nuestros recursos, nuestro valle de lágrimas seguirá siendo un valle de lágrimas. El mundo está buscando algo más que un final para nuestra pandemia global.

A diferencia de las dinámicas cíclicas que encontramos en las épicas griegas como La Odisea de Homero, Kermode señala que las Escrituras ofrecen una perspectiva abierta de la historia. Dado que el regreso triunfante de Cristo representa la consumación de los tiempos, este evento arroja una luz redentora sobre todas las luchas terrenales, sin importar lo duras o solitarias que sean. Lejos de hacer la vista gorda ante la magnitud del sufrimiento que infesta nuestro mundo, la promesa de Cristo de “enjugar toda lágrima” cumple la doble hazaña de dignificar el dolor humano y, a la vez, negar que este tenga la última palabra.

Cegados por la ilusión de la autosuficiencia humana, la visión cristiana del fin de la historia muchas veces nos parece odiosa. “Señor, antes de regresar, espera a que haya muerto apaciblemente en mi cama”. Reconocer la inmadurez espiritual de oraciones como esta no reduce su poder emocional. Sin embargo, cuando tenemos una perspectiva más clara de cómo es la vida en un mundo caído; cuando se vuelve imposible escondernos detrás de un sinfín de distracciones; cuando nuestros convenientes estilos de vida se ven alterados, obtenemos una imagen verdaderamente apocalíptica en el sentido de que nos muestra nuestro mundo desde la perspectiva de la eternidad.

Si limitamos nuestra mirada a la “vida bajo el sol”, Camus tiene razón: luchamos una batalla incesante contra las fuerzas de la destrucción sin que exista una victoria final. Desde la perspectiva del cielo, vemos lo que el apóstol Pablo llama vívidamente “el gemido de la creación”, ese anhelo innato de plenitud que caracteriza a nuestro mundo. Lejos de ser una invitación a la desesperación, la visión de un mundo caído ofrece la única esperanza que existe. Entre las innumerables atrocidades de nuestro mundo se halla la cruz romana en la que murió nuestro Señor y Salvador. La resurrección de Cristo y su ascensión a la diestra de Dios Padre no anulan el tormento que soportó en la cruz; lo transfiguran. En momentos aparentemente apacibles, muchas veces nos quedamos mirando al infinito, anhelando una existencia tranquila en la que Dios, fuera de la iglesia, no se entrometerá demasiado. Deberíamos prestar atención a las palabras que los ángeles les dirigen a los discípulos de Cristo después de la ascensión: “¿Qué hacéis aquí mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido llevado de entre vosotros al cielo, vendrá otra vez de la misma manera que lo habéis visto irse” (Hechos 1:11). No pases por alto que al decir “de la misma manera que lo habéis visto irse”, los ángeles estaban enfatizando que volverá de forma física.

Aunque los ángeles no nos están hablando a nosotros, permitamos al menos que esos titulares nos saquen de nuestra ensoñación y reconozcamos que el regreso de nuestro Señor no es una promesa de otra política transitoria, otro tratado de paz u otra vacuna, sino una promesa de una restauración total que es tan gloriosa como permanente.

En ese sentido, el cristianismo ofrece el “final feliz” más realista de todos los tiempos. En cuanto a nuestro sufrimiento, no desaparece así sin más. Después de todo, solo se puede enjugar las lágrimas que son reales, y solo el Salvador que soportó el inmenso peso de todo nuestro pecado y sufrimiento está capacitado para enjugar esas lágrimas de nuestros rostros. A Él es a quien debemos mirar. El suyo es el único final que tiene un sentido duradero.

Traducción: Dorcas González Bataller

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