Skip to main content

El escritor de ciencia ficción Kurt Vonnegut dijo una vez de uno de sus personajes más recurrentes: “Trout es el único personaje que he creado con la suficiente imaginación como para sospechar que él mismo podría ser la creación de otro ser humano. En varias ocasiones le habla de esa posibilidad a su loro. Por ejemplo, en cierta ocasión le dice: ‘Francamente, Bill, si miras cómo me van las cosas, la única explicación que se me ocurre es que soy el personaje de un libro escrito por un autor que quiere escribir sobre alguien que siempre sufre”(1). En esa escena del libro El desayuno de los campeones, la sospecha de Kilgore Trout se confirma de forma palpable. Está sentado en un bar, tranquilo. De repente ocurre algo que le sobrecoge: alguien o algo ha entrado en el local. Él empieza a sudar, consciente de una presencia que le incomoda, pues es preocupantemente mayor que él. 

Kurt Vonnegut, el autor de El desayuno de los campeones, ha abandonado el rol de narrador y se ha introducido en su propio libro, y el efecto es tan extraño para Kilgore como para los lectores. Cuando el autor de un libro se introduce en la historia que está escribiendo, la ficción desaparece para dar paso a una nueva realidad, y Kilgore presiente que el mundo tal como lo conoce se viene abajo. De hecho, esa es la intención del autor. Vonnegut ha irrumpido en el mundo de su personaje para explicar el sinsentido de la existencia de Kilgore. Se ha hecho visible para explicarle a Kilgore cara a cara que, en realidad, la vida tediosa que ha llevado se debe a la pluma y a los caprichos de un autor que se lo ha invitado todo para su propio divertimento. Ante este retorcido final, sin duda reflejo del humanismo del propio Vonnegut, Kilgore se ve forzado a concluir que fuera de la imaginación del autor él no existe. Irónicamente, también tiene que aceptar que si su vida ha sido tan absurda es porque el autor así lo ha querido.

Los autores de los Evangelios cuentan una historia que es quizás tan fantástica como la novela de Vonnegut, pero que tiene unas consecuencias totalmente distintas. El Evangelio de Juan también empieza con una historia en la que irrumpe el propio autor: “En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba con Dios en el principio. Por medio de él todas las cosas fueron creadas; sin él, nada de lo creado llegó a existir. En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. […] Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al unigénito Hijo del Padre, lleno de gracia y de verdad. […] De esa plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia”. (2) El Verbo se hizo uno de nosotros y se instaló en el barrio. Pero en esta historia, la presencia del autor no significa nuestra muerte, sino nuestro mayor bien.

Trabajando hace algunos años con un equipo que servía en una zona desfavorecida de la ciudad, pude ver algo del impacto que tiene “estar presente” —mi experiencia no se compara ni de lejos con la Encarnación del Hijo de Dios, pero sí me enseñó sobre lo sagrado de cada lugar. Durante el primer año, viví en un piso a las afueras de la ciudad. Pero el segundo año pude mudarme al barrio donde vivían muchos de los niños a los que ayudábamos. La diferencia fue enorme. Adolescentes que antes mantenían las distancias, ahora se me acercaban. A mi puerta llamaban niños constantemente preguntado si podía jugar. Había venido a compartir el mismo espacio, cosa que mencionaban con frecuencia. Una niña me dijo que sabía que yo era auténtica porque me quedaba después de que oscureciera. Ahora ella veía que su vida realmente me importaba, y lo veía porque podía palparlo: esa mano que la llevaba hasta su casa, esa vecina que se sentaba con ella en el portal, ese corazón que conocía tanto las alegrías como las penas de la ciudad. Mudarme al barrio cambió mi experiencia por completo.

Asombrosamente, el autor de toda gracia y del mayor de los misterios se adentró en nuestro mundo para cambiarnos la vida. Juan, el autor del Evangelio y testigo de la vida de Jesús, nos cuenta que el Verbo encarnado se adentró en la historia naciendo como un bebé. La eternidad irrumpió en el tiempo y trajo con ella gracia y verdad. El artista se introdujo en su obra de arte, poniendo de manifiesto una vez más que era buena, marcando el inicio de la redención, haciendo nuevas todas las cosas y proclamando de nuevo el sentido de la vida. Es una historia que suscita mil preguntas sobre la existencia y la realidad. Pero a diferencia de las conclusiones de Kilgore —que su vida no tenía ningún propósito—, esta historia nos ofrece, por extraño que parezca, un papel importante en su hilo argumental.

Como dijo G.K. Chesterton, “Siempre había creído que el mundo era como era gracias a la magia: ahora estaba convencido de que el mundo era como era gracias a un mago. Y eso apuntaba a un profundo anhelo subconsciente y siempre presente: que este mundo tiene un propósito. Y si hay un propósito, hay una persona”. (3) La encarnación del Hijo de Dios nos habla de cercanía, de un autor que anhela que lleguemos a conocerle y que entendamos que Él nos conoce y le importamos. Su presencia sobrecogedora es nuestro mayor bien.

 

Jill Carattini es directora editorial del blog “A Slice of Infinity” de la web de RZIM.
Traducción: Dorcas González Bataller

 

(1) Kurt Vonnegut, El desayuno de los campeones (Anagrama Editorial, 1999).
(2) Juan 1:1-15.
(3) G.K. Chesterton, Orthodoxy (New York: John Lane Company, 1909), 110.

¿Te ha gustado? Compártelo con tus contactos: