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Vincenzo Ricardo. Si ese nombre no te dice nada, no eres el único. Y parece ser que a nadie le decía nada exceptuando, quizá, al tal Vincenzo Ricardo. De hecho, ni siquiera se llamaba así. Su verdadero nombre era Vincenzo Riccardi, pero al parecer ningún diario lo escribió correctamente cuando alguien descubrió su cuerpo momificado en Southampton, Nueva York. Llevaba 13 meses muerto. Lo encontraron sentado en una silla frente a la tele, que aún seguía encendida.1 La televisión era su única compañía, y aunque esta tenía mucho que contarle, a ella le daba igual si Vincenzo estaba vivo o muerto.

La historia de Riccardi pone sobre la mesa muchas preguntas incómodas. ¿Cómo puede una persona desaparecer durante más de un año sin que nadie la eche de menos? ¿Dónde estaba su familia más directa? ¿Y sus demás parientes? ¿Por qué aún había electricidad en la casa? Independientemente de cuáles sean las respuestas a estas y otras preguntas, lo que está claro es que Riccardi era una persona sola cuya vida puede resumirse en una palabra: alienación. La cuestión es que Riccardi era ciego, así que realmente nunca veíala televisión; necesitaba esa realidad virtual para cubrir su necesidad de sentirse acompañado. Es más, sus “frecuentes arrebatos y conducta paranoica” podrían haber sido la causa, en parte, de que la gente se alejara de él.2

Edvard Munch, Los solitarios, óleo sobre lienzo, 1935.

 

Aunque esta historia es trágica y extrema, nos recuerda lo fría y solitaria que puede ser la vida para millones de personas en el mundo. Ni siquiera aquellos que tienen una vida organizada son inmunes a los golpes de la soledad y la alienación. La cosmovisión cristiana atestigua que la alienación nos afecta en tres esferas. Estamos alienados de nosotros mismos, de los demásy, más significativo aún, alienados de Dios. Esa es la realidad en la que nos encontramos. El proceso de restauración incluye las tres dimensiones, pero empieza con una relación adecuada con Dios. No podemos llevarnos bien con nosotros mismos o con los demás hasta que no nos reconciliemos con Dios. Las buenas noticias del evangelio cristiano es que todo aquel que quiera puede experimentar una restauración abundante.

El encuentro que Jesús tuvo con otro hombre profundamente herido ilustra muy bien este proceso. Este hombre vivía en un cementerio. Sus familiares, y probablemente sus amigos, habían intentado encadenarlo para que no se marchara de casa, sin éxito alguno. Prefería vivir entre las tumbas (alienado de los demás), cortarse con piedras y esconder su identidad detrás de un nuevo nombre, “Legión” (alienado de sí mismo). Su cuerpo y su mente estaban bajo el control de los agentes de Satán, y su vida ya no le pertenecía (alienado de Dios). Hizo falta un encuentro con Jesús para que el hombre quedara totalmente restaurado, “vestido y en su sano juicio” (Marcos 5:15). Solo entonces podría seguir la orden de Jesús de volver a su casa a contarles a los suyos lo que Dios había hecho por él.

Hoy, el proceso de restauración sigue funcionando del mismo modo. Hasta que no nos reconciliemos con Dios, no lograremos alcanzar nuestro verdadero potencial ni encontraremos nuestra verdadera identidad. Ningún gadgeto realidad virtual pueden solucionar nuestro problema, pues han sido creados por nosotros mismos. Son como ese mensaje en una botella que recibe entusiasmado un náufrago en una isla desierta, solo para darse cuenta de que se trata de la llamada de auxilio que él mismo había lanzado meses atrás. Tal como oró Agustín de Hipona, “Nos has hecho para Ti y nuestros corazones estarán inquietos hasta que descansen en Ti”. Somos criaturas finitas, creadas para estar conectadas a un Ser Infinito, y ningún sustituto finito podrá cubrir nuestros anhelos más profundos. Intentar cubrir nuestras necesidades más profundas sin Cristo es como intentar calmar nuestra sed con agua salada: cuanta más bebemos, más sed tenemos. Y así es como acabamos cayendo en todo tipo de adicciones.

Pero cuando nos acercamos al Pan de Vida que se ofrece a sí mismo, llamándonos a cada uno de nosotros por nuestro nombre para invitarnos a la mesa, su abrazo ahuyenta la soledad y nos llena de esperanza. Pasamos a ser miembros de la familia de Dios. Como Abraham, esperamos “la ciudad que tiene cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10). Día a día aprendemos a confiar en Dios mientras avanzamos con otros por un camino por el que muchos ya han transitado, un camino que no decepciona. Puede que amigos y familiares nos abandonen, pero nunca estaremos solos. Puede que nos toque hacer luto y llorar, pero nunca lo haremos como los que no tienen esperanza. En nuestro interior hay paz y gozo, e incluso cuando pasamos por momentos difíciles, otros pueden encontrar el camino a Dios a través de nosotros. La alternativa es vivir con un sentimiento de soledad y alienación desgarrador dentro de un sistema cuyas ofertas, por sofisticadas y bien intencionadas que sean, no pueden levantarnos de nuestra muerte espiritual.

Traducción: Dorcas González Bataller

1 Erika Hayasaki, “He Died in Vast Isolation,” LA Times, 31 de marzo de 2007.
2  Ibid.

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