El Dios que sufre
En la sociedad actual, hemos apagado la fuerza que tiene el concepto de la cruz. Tanto religiosos como no religiosos llevan crucifijos alrededor del cuello como una pieza de joyería, pero eso sería como llevar una horca, una silla eléctrica o una guillotina. En la cultura romana, la crucifixión era un método de ejecución brutal y degradante reservado para lo más bajo de la sociedad. Inventado por los “bárbaros” y después adoptado tanto por griegos como por romanos fue, en palabras del difunto teólogo John Stott, “probablemente el método de ejecución más cruel practicado jamás, porque de forma deliberada se retrasa la muerte para infligir la máxima tortura posible. La víctima podría sufrir durante días antes de morir”. Era tal la deshonra, la repugnancia y el horror asociados a la crucifixión que los ciudadanos romanos que estaban exentos de ese castigo, excepto en caso de traición. En palabras de Cicerón, “La mera mención de la crucifixión era algo indigno de un ciudadano romano y un hombre libre”.
Hoy en día, y también en el mundo romano y judío de hace dos mil años, la gente encuentra difícil de aceptar que el mismo Dios terminase su vida en una cruz. Una idea así era y es absurda. ¿Fue tan solo un hombre demasiado motivado que murió accidentalmente en la flor de la vida? La primera imagen que se conserva de la crucifixión es una caricatura. Muestra a un hombre con cabeza de burro colgado en una cruz, y un segundo hombre con los brazos levantados. Debajo se leen las palabras: Alexamenos cebete theon, que significa: “Alexamenos adora a Dios”. En otras palabras, el concepto de adorar a un Dios crucificado era equivalente a adorar a un burro. Y, sin embargo, a través de su crucifixión Jesús se identificó con el sufrimiento humano al nivel más profundo.
¿Por qué yo?
El dolor de las últimas horas de Jesús sobre la tierra fue inmenso, pero no es la peor parte. Hay películas que han captado muy bien esta dimensión de su sufrimiento, pero el cine ha sido incapaz de captar lo que hizo que fuera tan extremadamente horrible para Jesús. Antes de ser arrestado, vemos claramente que había algo más, algo que le producía un profundo pavor, algo por lo que oraba con tal ansiedad que empezó a salir sangre de sus glándulas sudoríparas. Este es un fenómeno psicológico reconocido que sucede bajo condiciones de estrés extremo, y presumiblemente de ahí es de donde viene la expresión “sudar sangre”. ¿Solamente temía el dolor físico y la muerte que se avecinaban? No. Muchos cristianos han sido torturados y martirizados horrorosamente a lo largo de los tiempos y para ellos fue un gozo y un privilegio sufrir por Dios. Los primeros cristianos sufrieron barbaridades: desde ser asados vivos hasta servir de comida para los leones, hasta la misma crucifixión. Con gusto soportaron esas torturas porque consideraban que lo que les esperaba era infinitamente más valioso que la vida misma. ¿Fue Jesús menos valiente que ellos? ¿Estaba menos dispuesto a sufrir y morir? No lo creo. En aquel momento estaban pasando muchas más cosas de las que las pinturas del Renacimiento y las películas de Hollywood pueden transmitir. Mientras colgaba desnudo en un cruce de caminos de Jerusalén, clavado de pies y manos, Jesús experimentó aislamiento a un nivel cósmico. Hubo una profunda oscuridad durante las últimas tres horas, retratando quizá la oscuridad espiritual que lo había envuelto a él. Jesús estaba soportando la negrura de nuestro pecado en su propio cuerpo para que nosotros pudiéramos conocer el perdón de nuestro Creador y reconciliarnos con él. En la cruz, separado de la luz del rostro de su Padre, gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Jesús no gritó movido por esa sensación de desconcierto que nosotros podemos experimentar. Él sabía lo que estaba pasando. Y, sin embargo, fue una agonía.
¿Qué importancia tiene esto hoy?
Si te preguntas, o alguna vez te has preguntado “¿Por qué a mí?”, no te guardes esa pregunta para ti. Jesús no es ajeno a ese tipo de preguntas y, cuando hacemos las nuestras, encuentran un eco en la propia experiencia de Jesús. Aquí tienes a un Dios al que puedes acudir, uno que no solo ha sufrido, sino que ha llevado el sufrimiento a profundidades insondables, y gracias a que ha derrotado el mal y la muerte es capaz de sacarnos de cualquier profundidad en la que podamos encontrarnos. No hay pozo demasiado hondo, porque el suyo fue aún más hondo, ninguna situación de la que Dios se olvide, porque la suya fue la definitiva. Jesús no es distante, lejano ni indiferente a tu sufrimiento. Está cerca de los quebrantados de corazón y anhela consolar a los afligidos (2 Corintios 1). Él es “varón de dolores, hecho para el sufrimiento” (Isaías 53:3). Le importa. Está escuchando. Está esperando. Lleva esperando toda tu vida.