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“La Biblia no nos ha sido dada para informarnos, sino para transformarnos” —D. L. Moody

La Biblia es uno de los libros más vendidos de todos los tiempos, pero es una obra que provoca opiniones enfrentadas. Algunos ateos se muestran rotundamente en contra y sostienen que la Biblia contiene enseñanzas inexactas y falsas que son muy nocivas para la sociedad de hoy. Otros tienen una visión más indiferente y la ven como una obra literaria arcaica en su mayor parte irrelevante, que inevitablemente contiene una mezcla ecléctica de enseñanzas tanto buenas como malas. Por el contrario, los cristianos creen que la Biblia no solo es la Palabra de Dios, sino que es completamente indispensable para toda la humanidad.  

Dicho esto, es cierto que para muchos creyentes la Biblia no es un libro fácil. Hay partes difíciles de entender o con las que es difícil identificarse, y sus enseñanzas no siempre tienen un impacto profundo o duradero. Una de las razones de por qué esto es así es que los creyentes están muy ocupados, y aunque a menudo invierten una gran cantidad de energía en desarrollar sus competencias profesionales, en sus hobbies o actividades de ocio, la realidad es que apenas dedican tiempo a leer la Biblia. Otra razón es que los cristianos a menudo leen la Biblia de forma bastante superficial, como un deportista que se prepara para una competición entrenándose menos de lo que debiera.

Tom Tarrants, asesor espiritual RZIM, sugiere que si buscamos dirección en esta área deberíamos fijarnos en el ejemplo de George Müller (1805-1898). Müller fue un predicador que se hizo famoso no solo por ayudar a cientos de miles de niños británicos en sus orfanatos y escuelas, sino también por tener la firme convicción de que la providencia de Dios cubriría todas las necesidades de sus muchos proyectos. Sin embargo, pocos conocen el descubrimiento que hizo en 1841, descubrimiento que le cambiaría la vida y que está detrás de la fe y la alegría profundas que definieron e impulsaron su labor.

Aunque oraba rutinariamente cada mañana desde hacía más de una década, se dio cuenta de que su mente se distraía con facilidad y que tardaba bastante en llegar a sentir el consuelo, el ánimo o la amonestación que su alma necesitaba. Al final llegó a la conclusión de que “la primera gran ocupación” que debía atender era alimentar su ser interior para que su alma estuviera “feliz en el Señor”. (1) Según él, eso era mucho más importante que centrarse en cómo servir al Señor y glorificarle, pues para llevar las buenas noticias a los no creyentes, ayudar a los demás, y mejorar su propio carácter y conducta necesitaba alimentarse y fortalecerse espiritualmente.

Para lograrlo, dejó claro que el creyente tenía que experimentar una “estrecha comunión con Dios”, lo que requería de la lectura y la meditación de la Biblia. Este proceso implicaba, en primer lugar, pedirle a Dios que usara su Palabra y, en segundo lugar, meditar en la Palabra “examinando cada versículo con atención para hallar bendición; no en beneficio de la exposición pública de la Palabra; no con tal de predicar sobre lo que había meditado; sino con tal de obtener alimento para mi propia alma”. Cuando empezó a pedir ayuda al Espíritu para acercarse a la Palabra de Dios, meditar en ella y aplicarla a su propio corazón, su experiencia fue que, casi siempre, en pocos minutos su alma se sentía guiada a “confesar, o a dar gracias, o a interceder o a suplicar”. Dicho de otro modo, aunque no se entregaba a la oración, la meditación le llevaba a orar casi de inmediato. Descubrió que al hablarle a su Padre y amigo de las cosas que leía en la Biblia, encontraba “el consuelo, el ánimo, la advertencia, la reprensión o la instrucción que necesitaba”. Es más, ese proceso también servía para que la enseñanza se asentara, en lugar de desaparecer de su mente como el agua que corre por una tubería.

Después de meditar durante un rato, pasaba a la siguiente parte del pasaje convirtiéndolo en “una oración por mí mismo y por lo demás según la Palabra me mostrara”, mientras seguía teniendo en cuenta que el objetivo de la meditación era obtener alimento para el alma. De ese modo, podía llegar a tener “un corazón tranquilo, incluso feliz” que según él era vital para su servicio. Müller explica que la bendición que recibía a través de aquella práctica le dio la “ayuda y la fuerza necesarias” para “vivir en paz” en medio de las pruebas más duras de la vida.

Lo que más le sorprendió de aquel descubrimiento fue que ese acercamiento a la Biblia no se lo reveló ningún otro creyente: no lo aprendió en ningún libro, en ninguna predicación, ni en ninguna conversación privada. Tenía claro que se lo había enseñado Dios mismo. Y tan inmenso fue el “beneficio y refrigerio espiritual” para él durante más de cuarenta años que “afectuosa y solemnemente” recomendaba a todos los creyentes hacer lo mismo.

Si la Biblia te resulta difícil, o si dudas de su poder, o simplemente quieres una nueva forma de leer las Escrituras, ¿por qué no probar el método de Müller? Esta “experiencia de comunión estrecha con Dios” no solo le trajo una felicidad profunda a su alma, sino que fue el fundamento que le permitió hacer cosas increíbles, con frecuencia en medio de grandes dificultades. Después de todo, como él mismo remarcó, “qué diferente es cuando el alma se renueva y se alegra a primera hora de la mañana, de cuando vienen a tu encuentro el servicio, las pruebas y las tentaciones del día sin haber tenido preparación espiritual alguna”.

 

 Traducción: Dorcas González Bataller

(1) Citas tomadas de G. Müller, Autobiography of George Müller (London, 1906), 152-154.

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