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La Pietà de Miguel Ángel. Obra escultórica y monolítica del renacimiento italiano, realizada en mármol en el 1499 d. C. cuando el autor tenía solo 24 años. Se encuentra en la Capilla del Crucifijo de la basílica de San Pedro del Vaticano.

Siempre me ha conmovido el gesto en el rostro de la madre, María, que sostiene en brazos a su hijo amado, Jesús, inerte en sus brazos. El mármol escogido por su autor, de una veta mucho más blanca de lo normal, da a la obra una sensación de limpieza impoluta, y la suavidad en los gestos a tamaño natural y bien proporcionados, (aunque el cuerpo de María en realidad es mucho más grande que el de Jesús, por un ajuste en la composición), ofrece una obra preciosísima que deleita la vista. Pero al acudir al texto bíblico donde se relatan los hechos de esta parte de la historia, sabemos que nada tenía de bonita o de limpia. La mugre de la sangre seca junto a la suciedad y el sudor, además de la vil traición que sufrió Jesús de parte de uno de sus discípulos más cercanos, o del odio y la repulsión que recibió por parte del pueblo que él mismo había venido a salvar como su Mesías, debió dotar a aquella escena una carga mucho más trágica que la que el autor en verdad nos presenta.

La sensación de injusticia y desamparo, la rabia, la incertidumbre y sobre todo la pena y oscuridad seguro inundaban el corazón de María, en contraste con la ilusión, la esperanza, la alegría y la luz que debió vivir en medio de aquel pesebre, de nuevo lleno de mugre, sangre y sudor, treinta y tres años atrás.

Tanto en su nacimiento como en su muerte, Jesús se nos muestra desnudo, sucio, pobre y débil. Siendo Dios encarnado, Rey de reyes, choca el estado en el que decide venir y ser coronado. Los regalos que los sabios de oriente presentaron a sus pies eran un eco de su identidad, su misión y su destino, y su corona de espinas una muestra del Rey que había venido a ser: el siervo sufriente, aquel por el cual nuestras propias llagas, penas y tragedias iban a ser sanadas. Pero no sin sufrimiento.

Ese es nuestro Dios.

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Se acerca Navidad, y con ella de nuevo esa punzada en el corazón, porque no escucharé la risa de mi abuelo, ni tampoco probaré el puré de boniato de mi amiga Sara. Pareciera que la muerte de nuestros seres queridos pese más en estos días especiales.

No me malinterpretéis, siempre lo hace, pero la silla vacía en la mesa, el espacio en blanco en las fotos de familia o de amigos, las palabras guardadas en el corazón que ya no podrán decirse marcan el lugar donde debería estar esa persona y ya no está más, de una forma casi desgarradora.

La muerte no es natural, por mucho que digan que forma parte de la vida. No lo es. Y aquellos que la hemos vivido de cerca lo sabemos muy bien. Hay algo en lo más profundo de tu corazón que se rebela a la pérdida y se suma a todas las demás cosas que demuestran que la realidad que vivimos a diario no es la que debería ser, como también lo hacen el sentimiento de injusticia o la pobreza.

 

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En la Biblia dice que “Dios puso eternidad en el corazón del ser humano”. Y la tristeza es una muestra de que la muerte es un fallo en el sistema. Somos seres eternos.

Muchas culturas y religiones han llegado a esta misma conclusión, y han dado diferentes explicaciones a cómo eso se resuelve finalmente.

Nosotros hemos recibido la Navidad.

Creo que precisamente este es otro de los secretos que guarda en su corazón esta María representada por Miguel Ángel, un secreto que se muestra en su rostro. Es la incógnita que ha despertado esta escultura y la diferencia con otras representaciones de esta misma escena. Está triste. Notamos su pena profunda, que parece haber quitado al espacio de su alrededor todo su color. Pero en contraposición a otras obras, vemos que conserva una paz y una certeza que chocan con el cuerpo mutilado, deshonrado y frío que tiene en sus brazos.

Veo seguridad en su mirada y en su pose, como si su cuerpo entero dijese, “Sí, mi hijo y mi Señor ha muerto, pero este no es el final”.

Al mirarla resuenan en mi mente las palabras del apóstol Pablo en su carta a la iglesia de Tesalónica al enseñarles sobre lo que les ocurriría a los creyentes que habían muerto de muerte natural, enfermedad, o por predicar las buenas noticias de Jesús:

Pero no queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen,
para que no os entristezcáis como lo hacen los demás que no tienen esperanza.

1 Tesalonicenses 4:13

 

Fueron las mismas que resonaron en mi corazón cuando Sara se fue.

Jesús mismo lloró al morirse su amigo Lázaro. Acto seguido le iba a resucitar; ¿por qué llorar entonces? Porque las cosas no tenían que ser así. Porque el ser humano no debería estar sufriendo de esta forma, y su vida y su misión iban a encargarse de traer una solución definitiva para ello.

Al tercer día de la escena de La Pietà de Miguel Ángel, la tumba de Jesús apareció vacía, y acto seguido se presentó ante unas mujeres que iban a visitar su tumba. El relato bíblico nos asegura que después se presentó ante sus discípulos, y más adelante a cientos de personas que le vieron y escucharon antes de que ascendiera al cielo donde hoy sigue viviendo y desde donde prometió que volvería otra vez para acabar de traer su Reino para siempre a esta tierra.

Se acerca la Navidad, y quizá este año esté teñido de mucha más tristeza por la pérdida de seres queridos, por las restricciones, porque hay personas que no van a poder viajar y estar con sus familias y amigos… Cada una tiene la suya.

Pero no estemos tristes como si no tuviéramos esperanza. La hay.

Precisamente porque aquel bebé nacido de una madre adolescente cambió las reglas del juego para siempre, y nos mostró la clase de Rey y Dios que es. La Navidad nos habla de alguien que nos entiende y en quien podemos confiar en medio de nuestra tristeza. La persona que abrió un nuevo camino para que el eco de eternidad de nuestro corazón resuene y se convierta en una realidad.

No lloremos como si no tuviéramos Navidad.

Y si no la tienes, te desafío a probarla. Descubre al Jesús por el cual tenemos Navidad en primer lugar. A aquel bebé nacido en un pesebre, y al que está en los brazos de María. A aquel a quien no podemos ya decirle: “Tú no lo entiendes”, porque lo hace. Profundamente. A quien esperamos que vuelva otra vez, y en quien esperamos.

Ese es nuestro Dios, nuestra esperanza. Nuestra Navidad.

Feliz esperanza.

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Noemí Navarro

Coordinadora Instituto Pontea